Miré a través de la ventana
abierta, el follaje de los robles crecía alrededor de ese antiguo y siniestro
edificio. Estaba en la segunda planta. Era un antiguo palacete reconvertido en
hospital, por cualquier otra obra de caridad fideicomisaria.
“Ahora esta en cielo. Debería
estar contenta. Además, no hay
nada mas que hacer”.
Al momento siguiente salí al
pasillo, entrecortada. Me encontré a la superiora, “¿Quiere usted dar esas
flores a la Virgen?” miro el ramo yaciente entre mis manos, como el que asalta
una exuberante diligencia antes de morir, y de repente ofendida, dije que no.
La monja me miro. Tendría unos setenta años o mas, estaba reseca, como pellejo,
por su continua actividad como organizadora de ese lugar con fuerte olor a
soledad y lejía, tendría un vientre negro y seco, oscuro, como cueva
abandonada. “¿Quiere usted comulgar?”, “No. Estoy sin bautizar”, dije
secamente. Entonces me miro de nuevo, como si me viera por primera vez, su
rostro se volvió horrible y perverso, era el rostro de la maldad. El diablo,
pensé. “Esta no quiere comulgar y se queja de que ha muerto. Bah” dijo en alto
para un publico invisible. Acostumbrada a dar ordenes, esclavos, supuse. Salio
airada, digna, dando un portazo. La llamaban “madre”, y sin embargo ya entonces,
a esa joven edad, pensé que era el nombre menos apropiado para ella. Fue la
primera vez que mire la maldad a los ojos.
Aquel día, mi vida cambió en su
ser mas intimo, descubrió la estafa, cambió de orientación. “La Verdad” sin
embargo era “Mentira”, me encontraba inocentemente sorprendida, lo que se
suponía correcto, o inmoral, sin embargo era mas bien al revés. Lo supe con esa
certeza intima, tan dentro de mi que abrasaba mis entrañas.
Sabía que era mala, amarga de
hiel, socorrida a excusas manidas, injusta bajo un falso e imperante orden
artificial ante latientes vidas bajo su control. Su falta de pudor hacia la
bondad, eliminaba la esperanza que hubiera en ellos. Gélida. Pensé en aquella
persona fallecida que venia a ver, ya sin embargo demasiado tarde. Descubrí la
soledad entre esas piedras, esas implacables sabanas blancas de aséptico olor.
Pensé que esperaba mi visita, y que quizás ese calido recuerdo, la memoria,
acompañara sus últimos momentos. Olí a tranquilidad neutra en la habitación
demasiado fría, y supe que todo fue tranquilo, mas por elección que por opción.
Todo mi ser se revolvió ante algo
tan convulso. Fui consciente de la tenebrosa línea que separa la verdad del
vicio sustituto, la oscuridad de la luz.
Y gire los ojos hacia dentro, hacia
mi, aterida del frió de la muerte en vida, protegiéndome de esos ojos malvados,
cuchillas de infierno blanco con olor a lejía. Súbito, convergí, en mi propia luz. En mi
linterna. Luciérnaga.
Descubrí que mi norte era mi
centro, ese imán interno funciona, observe mi centro de gravedad, el poder de
la certeza, la obviedad de la verdad, descarnada, sin adornos. No estaban en
los otros ojos, sino en como se reflejaban en los míos como espejo,
hipnotizándolos bajo formulas corteses, demasiado comunes, viciado de formas.
Descubrí los mandos de mi
carreta, de que su poder era inmune si me escuchaba por dentro, escondida najo
mi propia piel, no lo que decía, sino lo que intentaba hacerme sentir, del
desprecio a lo bello y hermoso, y la onerosa necesidad de encubrirlo todo bajo
una capa de aparente normalidad, tangible, controlable, del mundo invisible que
es esconde bajo las formas, y de la clara manipulación de lo evidente. El MUNDO
INVISIBLE.
Me quite las gafas de la
corrección, y descubrí el otro lado del espejo, el interno del ojo, la
maquinaria donde s e reflejan las imágenes inversas y vueltas a convertir.
Y no solo vi, sino que aprendí a
ver, a entreleer, a escuchar mis impulsos instintivos animales, y desde
entonces deje de confundirme tanto, empecé a crear mi propio diccionario, de la
realidad, y de lo que se supone que era.
Las flores, ya tocadas de muerte
nada mas cortarse. Descansaron en el regazo de piedra, de aquella persona,
antes alma viva, a la que fui a visitar. Alejadas, su efímera belleza, de los golosos ojos acusadores de ese
vientre seco y oscuro, esa maldad intuida, de esa tal madre, paradójicamente,
de vientre vacío de vida, tan seca de amor como de carnes, enjutas, de bruja
vieja.
Conocí el mal, y no precisamente
en las peores calles, y en ese momento, nació mi conciencia.
Desde entonces jamás volví a
confundirme de sensaciones, el poder del miedo estaba en su mirada, el espejo
del otro, no en la mía, solo tenia que reconocer su naturaleza esencial,
impedir que entrara en mi estancia, que cogiera su poder. Ese día
descubrí mi fuerza, porque no deje que la oscuridad me cegase entrando en mi,
como alfiler de formas, salio por donde había venido sin atreverse a penetrar
mas, paseando su helor por mi alma, me dio un escalofrió. SE fue dando dio un
portazo, no debe ser fácil asumir que no puedes convencer a todos todo el
tiempo, esa certeza necesaria en mi, su odio hacia mi diferencia, era en ella
algo innato, olía la incorrupta pureza de los amparados por si mismos, los que
no se dejan chantajear, ni pisar la delicada telilla del amor propio, ese duelo
invisible de poder, especialmente
cuando todavía, se encuentran, como era mi caso entonces, aun verdes en
defensas.
Cerré la puerta al mal en sus
narices, le impedí la entrada, tajante, a la ventana abierta de mis ojos.
Los robles crecían en espeso
follaje, tras las ventanas. Salí del edificio veloz hasta el gigantesco portón,
respirando al fin, huyendo de ese terrible olor a muerte, aspire con fuerza el
gélido aire hasta que sentí casi dolor de frío, y no termine de respirar
fuerte, hasta que se me inundaron los pulmones del aroma de la tierra mojada y
negra de las fértiles tierras del norte. Y me sentí roble, abrigada entre sus
ramas, luciérnaga de bosque. Desde aquel día, ese árbol me cae bien, me aporta
la serenidad de la tierra nutrida, escucho el imperceptible murmullo de su savia fluyendo por el interior tan rico
de vida, bajo su dura corteza, cantando en silencio, alrededor de la estructura
colosal de la piedra fría.
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